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NO TODO ES DISCIPLINABLE

Cristian David Salazar
  • Cristian David Salazar
  • Abogado - Universidad de Manizales
  • @cristiandsalazar
  • Derecho Interactivo

En una sociedad donde el castigo parece haberse vuelto sinónimo de justicia, es fácil caer en la tentación de creer que todo comportamiento irregular merece una respuesta sancionatoria. Este panorama inicial abre el camino para las siguientes reflexiones:

¿Debe toda conducta irregular ser reportada de inmediato a los órganos de control? ¿Qué debe hacer el gerente público ante hechos que afectan el ambiente laboral, pero no alcanzan una afectación sustancial a la función pública?

El artículo 68 de la Ley 1952 de 2019 (en adelante CGD) le otorga la potestad al jefe inmediato de adoptar medidas correctivas ante situaciones que no afecten sustancialmente la función pública, sin necesidad de activar el sistema disciplinario. Esta figura, también presente en el régimen especial de la Policía Nacional (Ley 2196 de 2022 y Resolución 4458 de 2022), habilita al líder institucional a intervenir oportunamente, evitando que las inconformidades escalen a niveles innecesarios.

No se trata de tapar ni minimizar conductas indebidas, sino de encauzarlas dentro de un marco preventivo. Como lo señaló la Corte Constitucional en la Sentencia C-1076 de 2002, esta facultad debe ejercerse sin afectar derechos fundamentales, pero puede ser una valiosa herramienta para fortalecer la disciplina sin llegar a la sanción.

El liderazgo público exige habilidades comunicativas, toma de decisiones participativas y sentido de ejemplaridad (Hughes 2003), por tanto, el rol del gerente público (entiéndase el servidor que cuenta con personal a cargo) debe comprender que su rol no se limita únicamente al cumplimiento de sus deberes funcionales, sino que debe construir confianza y facilitar soluciones cotidianas con su equipo. Considerar que el liderazgo se ejerce desde infundir temor a los colaboradores a través de la remisión de “cualquier” situación a las autoridades disciplinarias, genera dos consecuencias perjudiciales: la primera, una ruptura en la relación humana entre jefe y subalterno, que probablemente mantendrá o agravará el conflicto; y la segunda, el inicio de procesos disciplinarios que terminarán probablemente en una decisión inhibitoria o en un archivo, no por falta de gestión procesal, sino por una clara ausencia de ilicitud sustancial.

Según el informe de rendición de cuentas de la Procuraduría General de la Nación (2021–2024), solo en la vigencia 2024 se recibieron 41.822 quejas disciplinarias, lo que equivale a un promedio de 155 diarias en todo el país. Podemos observar que esta cifra es representativa, sin embargo, en ella no se incluyen las quejas que se tramitan a través de oficinas de control interno o personerías municipales, lo cual eleva significativamente el número real de reportes de este tipo.

Es evidente que una proporción significativa de estas quejas no progresa hacia etapas decisorias como el pliego de cargos o la sanción, quedándose en el camino como la “crónica de un archivo anunciado”. Este fenómeno refleja una desconexión estructural entre el volumen de quejas y su verdadera relevancia disciplinaria, lo cual evidencia la urgencia de robustecer los mecanismos internos de prevención y corrección.

Somos conscientes de que la tensión entre preservar y denunciar se intensifica al recordar el deber  del servidor público de denunciar los delitos, faltas disciplinarias y contravenciones de las cuales tenga conocimiento (numeral 25 del art. 38 del CGD). Sin embargo, este deber no debe ser interpretado como una obligación automática de escalar toda conducta ante los entes de control. Por el contrario, requiere una lectura contextualizada, donde el discernimiento del gerente permita distinguir entre lo que puede gestionarse por medio de medidas correctivas al interior de su dependencia y lo que realmente amerita intervención disciplinaria formal.

Saber cuándo intervenir disciplinariamente y cuándo no, marca la diferencia entre liderar y solo servir como canal de denuncias. Por ejemplo, si un servidor llega tarde ocasionalmente por problemas personales, el jefe podría concertar una estrategia de seguimiento que incluya compromisos puntuales de mejora, y soluciones administrativas de acuerdo al marco institucional. En otro caso, si un funcionario se retrasa en responder un derecho de petición por alta carga laboral, el gerente puede revisar la distribución de tareas y reforzar el apoyo por parte de su equipo. En ambos escenarios, el líder opta por acompañar, corregir y orientar, evitando el uso automático del régimen disciplinario. Así se construye una cultura institucional basada en advertir oportunidades de mejora, y no en el castigo.

En este orden de ideas, la preservación del orden interno es, quizás, una de las figuras más relevantes que nos trae el Código General Disciplinario, con matices renovados respecto de la redacción que brindaba su norma antecesora (artículo 51 de la Ley 734 de 2002), principalmente con la incorporación de las “medidas correctivas” en reemplazo del tradicional llamado de atención. Esta evolución normativa abre un abanico de posibilidades para que el gerente público, consciente de la trascendencia de su rol, actúe con el carácter y la creatividad necesaria para gestionar el conflicto.

No todo es disciplinable. Pero sí todo es gestionable. Y ahí, precisamente, se revela el poder del liderazgo que requieren nuestras instituciones.

Hughes, O. (2003). Public Management and Administration: An Introduction (3.ª ed., p. 255). Londres: Palgrave Macmillan.

Informe de rendición de cuentas de la Procuraduría General de la Nación. Consultado en: https://www.procuraduria.gov.co/Documents/2024/Diciembre%202024/INFORME%20RENDICI%c3%93N%20DE%20CUENTAS%202021%202024.pdf

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